Dios está en la mirada de los galgos



Estaba despierto cuando el viejo llamo bruscamente a su puerta. La noche anterior le dijo que lo despertaría temprano para ir a cazar. Miguel apenas pudo pegar ojo. Llevaba solo un par de días en casa de su abuelo y aún era incapaz de acostumbrarse, y menos todavía conciliar el sueño. Aquella cama crujía cada vez que intentaba encontrar una postura cómoda. Las sabanas, recias como el esparto, desprendían un olor rancio y desagradable. Al levantarse miro por la ventana. La noche seguía aferrándose a a su trono.

Bajo hacia la cocina para desayunar. Dos gruesas tostadas de pan reposaban en unos viejos platos y al lado una oxidada aceitera. Un agradable olor a leche caliente salía de unos vasos de barro. Miguel observó que al lado del desayuno, ocupando casi toda la mesa, estaba la escopeta. La pequeña bombilla brillaba en el acero pulido de la escopeta. El chico, como imbuido por un deseo irrefrenable, rozo con las yemas de los dedos la escopeta. Un escalofrío le recorrió toda la espalda.

      ─Desayuna rápido que tenemos prisa─interrumpió su abuelo. Miguel quito rápidamente los dedos y se sentó a desayunar.

Mientras comían, Miguel observaba a su abuelo Manuel. Las duras facciones del viejo se contraían mientras devoraba la tostada. Las fuertes mandíbulas crujían, triturando el pan. A pesar de su edad, aquel curtido huertano conservaba una dentadura perfecta. El grueso bigote, antaño negro y ahora blanco con algunos pelos amarillentos por el tabaco, se movía de un lado para otro como una escoba. Un momento dado, su abuelo levanto la cabeza y sus miradas se cruzaron durante un fugaz instante. Miguel agacho la cabeza tímidamente, no si antes percatarse de que, debajo de las profundas y gruesas arrugas que ocultaban los cansados parpados, los ojos de su abuelo eran de un profundo azul. Como los de su madre.

      ─Termina y salgamos. Miguel engullo el último trozo de pan y apuro la leche. Aquella mañana hacia bastante frio. Los dos cogieron las chaquetas y salieron de la casa. En la puerta les esperaba Ricky, el perro del abuelo. Al ver a Miguel, el perro empezó a mover la cola y dar saltitos mientras gemía de felicidad.

       ─Toma, lleva esto. El viejo le dio una gruesa mochila de la cual salía un agradable olor a longaniza, chorizo y queso. Manuel soltó la correa del perro, el cual se quedó completamente quieto, sentado en el suelo. Con un leve chasquido de lengua, Ricky comenzó a correr en dirección al campo.

        ─Vamos nene─dijo el viejo mientras exhalaba el humo de un cigarrillo.


El sol ya estaba en todo su esplendor cuando llegaron al sitio de caza. Ricky daba vueltas de un sitio a otro, olisqueando con el hocico pegado al suelo.

Miguel bebía agua de una botella mientras descansaba en una piedra. Aunque por la mañana hacia frio, a esa hora hacia un calor sofocante. El viejo se había quitado la chaqueta y esperaba apoyado a un árbol. No era la primera vez que iba de cacería. Unos veranos atrás su padre le llevo a el y sus primos a ver como cazaba el abuelo. Pero a diferencia que aquella vez, que lo paso jugando con sus primos al escondite y a encontrar salamanquesas, ahora Miguel estaba siendo un espectador a su pesar.

Parecía que a la suerte se la habían pagado las sabanas, como si los conejos hubieran advertido de su presencia y permanecieran ocultos. Miguel empezaba a impacientarse. Estar sentado, esperando a esos malditos conejos era lo mas aburrido del mundo. Observaba la espalda de su abuelo, que estaba tan quieto que daba la sensación que estaba empezando a fundirse con el árbol. Aquella piel rugosa, tostada por el sol, apenas se diferenciaba con la gruesa corteza del tronco.

         ─Abuelo, ¿puedo ir a dar una por el campo?─la voz de Miguel sonó entrecortada por la timidez. Apenas termino de preguntar, cuando el viejo con un rápido movimiento, impensable para un hombre de su edad, levanto la escopeta y realizo un disparo. Miguel quedo petrificado, asustado por el terrible estruendo del cañonazo. El perro corrió despavorido hacia el lugar donde había disparado y al rato llego hasta ellos con un conejo sangrante en las fauces.

         ─Puedes irte, pero no te alejes─dijo el viejo sin darse la vuelta.

Miguel se alejo lentamente, con la imagen del conejo muerto en su cabeza. Unas terribles ganas de vomitar se le atascaron en la garganta. Le encantaba el arroz y conejo de su madre pero nunca había visto uno muerto.

Intentando despejar la mente encontró una hilera de hormigas y se puso a seguirlas, con la esperanza de encontrar su hormiguero. Siempre le había fascinado el orden en que desfilaban esos pequeños puntitos, como cada hormiga cumplía su función a rajatabla.

Caminando embobado llego a una zona llena de arboles. Mientras creía llegar al hormiguero creyó oír un ruido extraño. Una especie de gemidos llegaban desde detrás de unos arbustos. Imbuido por la curiosidad se encamino hacia el lugar donde surgían los sonidos.

Al lado de un viejo árbol seco se encontraba un hombre que golpeaba violentamente a un galgo. Miguel, con un terror tremendo, comenzó a temblar. Aquel hombre horrible estaba apaleando a ese pobre perro con una vara de madera. Los lastimeros aullidos del perro estremecía al chico.

Después de una terribles momentos el hombre detuvo la brutal paliza. El hombre cogió una cuerda, le hizo un nudo y la paso por una rama seca del árbol. Miguel, movido por un impulso se abalanzo sobre el hombre armado con un palo. Golpeándole en la espalda, el hombre cayo de bruces contra el suelo. El chico se quedo parado esperando a que se diera la vuelta.

       ─¿Qué coño haces niño?─dijo el hombre tocándose la cabeza─. Te voy a dar una paliza cabrón. Intentando levantarse, el hombre se lanzo contra el chico, pero este le asesto una serie de golpes. De pronto mientras el chico le golpeaba, el galgo mordió a Miguel en la pierna. Este cayó soltando el palo lanzando un grito. Cuando el hombre iba a coger al muchacho se oyó un disparo.

    ─Deja al niño y vete─dijo el viejo encañonando al hombre. El hombre, asustado, comenzó a correr. Miguel miro a su abuelo mientras le ayudaba a levantarse. El perro no le había echo mucho el pierna, solo un rasguño. Entre los dos levantaron al galgo que estaba inconsciente y se lo llevaron a casa.


       ─Abuelo.

       ─¿Sí?

       ─El perro me mordió cuando le pegue a ese hombre.

       ─Lo sé.

      ─¿Por qué crees que lo hizo?

     ─Pues─el viejo quedo un momento pensando, mientras liaba un cigarrillo de picadura─. Creo que aunque su amo le estuviera dando esa paliza, el animal seguía siendo fiel a su amo. Miguel miro hacia dentro de la casa. Al lado de la alacena, en una cama echa de paja, dormía el galgo plácidamente. Gruesas vendas cubrían sus heridas.


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