Los jefes/Los cachorros, Mario Vargas Llosa

Salimos. Hasta el borde de los escalones que vinculaba el Colegio San Miguel con la plaza Marino se extendía una multitud inmóvil y anhelante. Nuestros compañeros habían invadido los pequeños jardines y la fuente; esteban silenciosos y angustiados. Extrañamente, entre la mancha clara y estática parecían blancos, diminutos rectángulos que nadie pisaba. Las cabezas parecían iguales, uniformes, como en la formación para el desfile. Atravesamos la plaza. Nadie nos interrogó; se hacían a un lado, dejándonos paso y apretaban los labios. Hasta que pisamos la avenida, se mantuvieron en su lugar. Luego, siguiendo una consigna que nadie había impartido, caminaron tras de nosotros, al paso sin compás, como para ir a clases. El pavimento hervía, parecía espejo que el sol iba disolviendo. "¿Será verdad?", pensé. Una noche calurosa y desierta me lo habían contado, en esta misma avenida, y no lo creí. Pero los periódicos decían que el sol, en algunos apartados lugares, volvía locos a los h...