Ronroneo

                                                                                            Ronroneo

                                                                 


Nadie sabía cuando apareció. Nadie sabía de donde había salido. Nadie sabía cuanto tiempo llevaba allí. Pero todos se acostumbraron a su presencia. Todo el mundo lo veía como un miembro más, a nadie le molestaba que se paseara por los pasillos y las salas a su libre albedrío, sin que nadie le dijera nada. Era el dueño y señor. Todos se había acostumbrado al gato. No podían asociar la funeraria sin la imagen del gato, con su caminar elegante, rabo enhiesto, sin apartar la mirada del frente, sin percatarse de la presencia de los trabajadores o los familiares que se cruzaban en su camino. La funeraria era el hogar del gato.

Uno podría imaginarse que un gato que rondara por una funeraria tuviera un color acorde a tan fúnebre lugar. Un gato desaliñado, salido de la casa de la muerte, con un pelaje negro como la noche. Pero este gato no era acorde al prejuicio. El color que lo caracterizaba era el naranja. Un naranja tan intenso que en momentos daba la sensación de que de su peludo cuerpo emanaba una especie de fulgor, como un atardecer. Su pelaje era denso, espeso, más leonino que felino. Pero lo que más llamaba la atención eran sus ojos. Un color intenso, que bailaba entre el azul y el verde. Cuando sus ojos se cruzaban con alguien, se quedaban fijos, quietos, casi sin parpadear. Los que tuvieron esa suerte decían que varias sensaciones se les formaban dentro de sí al aguantar la mirada del gato. Primero venía una inquietud ante la fijación de su mirada. Luego llegaba una desazón, una especie de tristeza, surgida de un lugar desconocido. Y por último, lo que más recalcaban, era una paz, tan tranquila y sosegada que les hacía sentir que no estaban allí, en aquella sala de una funeraria.

A pesar de su presencia en la funeraria, jamás dejaba que nadie le tocará. Si alguien pretendía acariciarlo, solo obtenía un bufido de advertencia, un levantamiento altivo del rabo, y un desprecio desplante. Ni siquiera los trabajadores, que eran los que, de una cierta manera, convivían en su reino, no eran dignos de poder tocar su aterciopelado cuerpo naranja. Pero si había un momento, en el cual, esta regla de oro, era quebrantada.

La funeraria recibía unas cuantos servicios, de forma muy regular. Todos morimos, y todos al fin y al cabo, acabamos en aquellas salas, frías, silenciosas y eternamente iluminadas. Reuniones de familiares y amigos que vienen a rendir el último tributo a un ser querido o la despedida definitiva a alguien despreciable. Abrazos, apretones de manos, besos y los eternos pésames, llenaban los pasillos de la funeraria. Los allegados de los finados se juntaban alrededor del féretro. Entre todos ellos estaba el gato. Nadie se percataba de su presencia, pero él los observaba a todos,como queriendo guardar una respetuoso distancia. Todos pasaban por su mirada. Esperaba, buscando, hasta encontrar lo que buscaba.

Una vez llegó una familia. El fallecido era el padre, treinta años, dejaba viuda y una hija. Todos se lamentaban por la perdida de alguien tan joven. La viuda lloraba de forma desconsolada. La hija, apenas levantaba la mirada del suelo. Hasta que vio al gato. Este la miraba de forma intensa. Los dos fundieron sus miradas durante varios minutos que parecieron horas. Hasta que el gato se acercó. Lo hizo de forma lenta, como se mueven en los sueños. Nadie se percató de su presencia. La niña no podía apartar la vista. Cuando llegó a sus pies, se sentó de forma elegante, sin dejar de mirarla. La niña, sin poder explicarlo, alargó la mano y le acarició la pequeña cabeza. El gato agradeció la caricia con un leve ronroneo. Cuando la madre se giró, miró a su hija, que acariciaba en su regazo a un bello gato anaranjado. Una amplia sonrisa decoraba los rostros de madre e hija.

Otra vez era el funeral de un anciano. Los familiares ya habían abandonado la sala, dejando en el ambiente las buenas palabras hacia el finado, que envolvían a la viuda, que apoyaba las manos sobre el ataúd. Mientras contemplaba en silencio el rostro del que fuera su marido, notó algo en la pierna. Lo que vio la sorprendió. El gato estaba restregando su cuerpo contra su pierna. La anciana notaba el calor que desprendía. Con dificultad de agachó y lo tomó en sus brazos. El ronroneo del gato produjo en la anciana una paz y una felicidad, que creía perdida.

Nadie sabía cuando apareció. Nadie sabía de donde había salido. Nadie sabía cuanto tiempo llevaba allí. Pero todos se acostumbraron a su presencia. La funeraria era el hogar del gato.


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